miércoles, 2 de junio de 2010

TAN SEÑOR DE SÍ MISMO

Melchor Ocampo
TAN SEÑOR DE SÍ MISMO

Melchor Ocampo siempre impresionó mucho a quienes lo conocieron, y más a quienes tuvieron el gusto de tratarlo. Guillermo Prieto, firmando como “Fidel”, su pseudónimo literario, expresó: “Remedaba yo a Ocampo con su largo cabello cayendo hacia atrás, su faz redonda, su nariz chata, su boca grande pero expresiva, su palabra dulcísima y sus manos elocuentes, porque accionaba de un modo que las manos eran el complemento y la acentuación de la palabra”.
Y esas manos eran ágiles para la palabra escrita, tanto en las cartas que escribiera sobre sus viajes por Francia, Italia y Suiza, hasta sus notas como secretario de Relaciones Exteriores, pasando por el folleto titulado Mis quince días de ministro.
Transcribiré un pasaje de estas notas de política exterior: “Las insondables profundidades de la diplomacia me invitan a exclamar como San Pablo: ‘¡O altitudo divinae scientiae sapientiae Dei! ¡Quam incomprehensibilis sunt juditiae ejus et investigabilis viae ejus! Nuestros rancheros de Michoacán han hecho de este pasaje una traducción libre, que dice: ‘¡los altos juicios de Dios, ni el diablo que los entienda!” Y lo aplica a su trato con el almirante Dunlop de la flotilla británica, y con el comandante francés M. de Gabriac a cargo de la escuadra imperial. Ocampo creía que ningún sacrificio era demasiado caro para alejar ese peligro europeo de reconquista; y logró tapar los cañones con concesiones insignificantes.
En el archivo histórico del Departamento de Estado de nuestros vecinos del norte se encuentra una descripción de Ocampo, como una nota utilizada por ellos para saber con quién trataban: “Ocampo es un caballero de gran inteligencia natural y de prendas y de educación considerables, inflexible en sus determinaciones, perentorio en sus opiniones, bastante listo en discurrir e impaciente de contradicción, pero noble, y como su jefe, incorruptible”.
Esas insondables profundidades de la diplomacia, y esos altos juicios de los poderosos que ni el mismo diablo entiende, llevaron a Ocampo, en su nobleza incorruptible, a renunciar a la secretaría de Relaciones Exteriores, retirándose a vivir su vida privada en su Hacienda de Pomoca, nombre compuesto a partir de su propio apellido, al darle un orden distinto a las sílabas y letras que lo integran.
Trabajando y estudiando en las tierras de sus pagos, Melchor Ocampo fue privado de su libertad por un grupo armado. El periódico El Siglo fue el que dio la nota: “Una gavilla reaccionaria de un tal Cagiga, cumpliendo las órdenes de Leonardo Márquez, entró a la hacienda de Pomoca y se apoderó de la persona de don Melchor Ocampo. Parece que este señor fue entregado al mismo Márquez, quien probablemente exigirá un fuerte rescate o intentará asesinar a uno de los hombres más distinguidos del país por su patriotismo y probidad”.
Y es que después de gozar del poder, como presidente que sustituyó a Miguel Miramón en el bando clerical y reaccionario, Félix María Zuloaga, y Leonardo Márquez como comandante militar de esa fracción, se convirtieron en bandas asesinas, secuestradoras, dedicadas al pillaje.
Márquez dispuso la muerte de Ocampo, lo que le costó el choque con Zuloaga, y a quien, desde entonces, todo mundo repudia, calificándole como lo que siempre fue: un asesino.
Mató a uno de los mejores mexicanos que ha tenido nuestro país, Melchor Ocampo, tan Señor de sí mismo, una preclara inteligencia, patriota, y digna.