Ilusión y realidad
EL MIO CID
El más hermoso de los cantares de gesta
es, sin lugar a dudas, el de Don Rodrigo Díaz de Vivar, nacido según sus
biógrafos en el año 1043, y muerto en el 1099.
La segunda mitad del siglo XI fue su
espacio temporal; su nacimiento fue en Vivar, pequeño poblado de Castilla; y su
muerte mítica se da en combate, en donde resulta triunfador aún después de
fallecido.
Dos hermosos sepulcros tiene la catedral
de Santa María de Burgos: el del Cid, y el de su esposa Doña Jimena, con su
carta de arras y su adornado cofre.
Sus tumbas desprenden, al decir de la
gente desde hace siglos, "un olor a santidad". Esa firme creencia popular
española, hecha suya por viajeros de todo el mundo, ha provocado varias veces
la atención papal con el ánimo de convertirlo en santo.
Pero una es la leyenda del Cid, y otra
cosa son los hechos históricos de ese personaje; empero, en ambos casos, me ha
parecido un humano ejemplar, arquetipo de su tiempo: guerrero, esposo, padre,
súbdito, con una nobleza en todos los aspectos de su vida, la que duró 56 años,
suficientes en aquellos tiempos para sumar a su mayoridad la experiencia de un
anciano valiente que era temido, pero también amado.
Su vida real, al margen de la poesía,
novela, teatro, radio, cinematógrafo, y otros medios que han idealizado su
existencia, es compleja para la perspectiva del siglo XXI.
Aquella España estaba en formación.
Aquel territorio contenía luchas sangrientas entre cristianos y musulmanes,
entre cristianos y cristianos, entre musulmanes y musulmanes.
Rodrigo Díaz de Vivar se dedicaba a ser
guerrero, y por esa vía bélica fue reconocido como un noble primerizo, aún sin
antigua estirpe.
Al principio, su espada y sus seguidores
estaban al servicio del mejor postor, fuera quien fuera el que pagara. Las
religiones cristiana y musulmana nacieron de la religión judía.
La capacidad bélica de El Cid era
reconocida y temida por todos. Eso lo llevó a tener un pequeño territorio
propio y soberano en lo que hoy es Valencia.
Sirvió al rey de León y Castilla Alfonso
VI, y éste le pagó mal, expulsándole de sus reinos. La fuerza de El Cid pudo
haber vencido a ese rey; sin embargo, su lealtad le hizo aceptar la
determinación real.
Por eso cuando iba en retirada la gente
decía: "Que buen vasallo, si hubiere buen señore".
El pueblo admiraba a El Cid. La crítica
popular era severa contra el rey Alfonso VI.
Estuvo también al servicio del rey
musulmán de Zaragoza, Al Muqtadir, quien le puso el sobrenombre de
"sayyid", palabra que en árabe significa "señor".
Sus hijas, Doña Elvira y Doña Sol,
sufrieron la afrenta de un primer matrimonio con nobles cobardes y
pelafustanes; pero, al final, lograron buen matrimonio con aristócratas de
Navarra y Barcelona.
Ilusión y realidad, El Cid es el
arquetipo del Hombre de la Edad Media.