viernes, 24 de julio de 2015

Ilusión y realidad
EL MIO CID
        El más hermoso de los cantares de gesta es, sin lugar a dudas, el de Don Rodrigo Díaz de Vivar, nacido según sus biógrafos en el año 1043, y muerto en el 1099.
        La segunda mitad del siglo XI fue su espacio temporal; su nacimiento fue en Vivar, pequeño poblado de Castilla; y su muerte mítica se da en combate, en donde resulta triunfador aún después de fallecido.
        Dos hermosos sepulcros tiene la catedral de Santa María de Burgos: el del Cid, y el de su esposa Doña Jimena, con su carta de arras y su adornado cofre.
        Sus tumbas desprenden, al decir de la gente desde hace siglos, "un olor a santidad". Esa firme creencia popular española, hecha suya por viajeros de todo el mundo, ha provocado varias veces la atención papal con el ánimo de convertirlo en santo.
        Pero una es la leyenda del Cid, y otra cosa son los hechos históricos de ese personaje; empero, en ambos casos, me ha parecido un humano ejemplar, arquetipo de su tiempo: guerrero, esposo, padre, súbdito, con una nobleza en todos los aspectos de su vida, la que duró 56 años, suficientes en aquellos tiempos para sumar a su mayoridad la experiencia de un anciano valiente que era temido, pero también amado.
        Su vida real, al margen de la poesía, novela, teatro, radio, cinematógrafo, y otros medios que han idealizado su existencia, es compleja para la perspectiva del siglo XXI.
        Aquella España estaba en formación. Aquel territorio contenía luchas sangrientas entre cristianos y musulmanes, entre cristianos y cristianos, entre musulmanes y musulmanes.
        Rodrigo Díaz de Vivar se dedicaba a ser guerrero, y por esa vía bélica fue reconocido como un noble primerizo, aún sin antigua estirpe.
        Al principio, su espada y sus seguidores estaban al servicio del mejor postor, fuera quien fuera el que pagara. Las religiones cristiana y musulmana nacieron de la religión judía.
        La capacidad bélica de El Cid era reconocida y temida por todos. Eso lo llevó a tener un pequeño territorio propio y soberano en lo que hoy es Valencia.
        Sirvió al rey de León y Castilla Alfonso VI, y éste le pagó mal, expulsándole de sus reinos. La fuerza de El Cid pudo haber vencido a ese rey; sin embargo, su lealtad le hizo aceptar la determinación real.
        Por eso cuando iba en retirada la gente decía: "Que buen vasallo, si hubiere buen señore".
        El pueblo admiraba a El Cid. La crítica popular era severa contra el rey Alfonso VI.
        Estuvo también al servicio del rey musulmán de Zaragoza, Al Muqtadir, quien le puso el sobrenombre de "sayyid", palabra que en árabe significa "señor".
        Sus hijas, Doña Elvira y Doña Sol, sufrieron la afrenta de un primer matrimonio con nobles cobardes y pelafustanes; pero, al final, lograron buen matrimonio con aristócratas de Navarra y Barcelona.
        Ilusión y realidad, El Cid es el arquetipo del Hombre de la Edad Media.