miércoles, 5 de enero de 2011

EPIFANÍA DEL HOMBRE

Los Reyes Magos
EPIFANÍA DEL HOMBRE                                   
            En mis primeros años de vida creí en la existencia de Los Reyes Magos; hoy, a mi edad, he vuelto a creer en ellos, aunque de una manera diferente.
            Puedo asegurar que fueron tiempos maravillosos los de mi infancia, a pesar de las limitaciones económicas, las muertes sufridas en la familia, las lesiones leves ocasionadas en las guerritas entre pandillas de barrio, los castigos paternales con fines pedagógicos, y las obligaciones para el trabajo y para el estudio, que llegue, algunas veces, a sentirlas abrumadoras.
            Al final, todo ha sido para bien, pero en aquellas épocas lo bueno siempre rebasó a lo malo, la alegría siempre superó a la tristeza, y la aventura nunca dejó sitio para el tedio. Mi niñez no tuvo nada de aburrida.
            Y unas semanas siempre esperadas con ansia eran las del fin del año, conjuntamente con la primera del mes de enero. Nuestro calendario escolar comenzaba a principio del año respectivo, y terminaba a mediados de noviembre.
            Diciembre se iniciaba con las fogatas, seguía con las posadas, después la Noche Buena, pasaba por la Navidad, proseguía por el Año Viejo, avanzaba hacia el Año Nuevo, y se llegaba al día 5 de enero, constituido por horas de excelente conducta infantil, al ser condición sin la cual no me dejarían Los Reyes Magos el juguete deseado durante esa noche, o la madrugada del día 6.
            Que hermoso nerviosismo sentía dentro del alma. Desde días anteriores me convertía en observador del cielo para captar a la estrella luminosa que los guiaba; y, en ocasiones, vi viajar por las alturas nubes algodonosas con formas de camello, elefante, o caballo, lo que a mi creer presagiaba el advenimiento de Melchor, Gaspar y Baltasar.
            La víspera del día 6 de enero dormía temprano, obediente, limpio, humilde, previa carta que escribía, o que a mi nombre escribía alguno de mis hermanos mayores. Daba grasa a mis zapatos, y los dejaba lustrosos bajo el árbol con mi misiva. El temor de que no llegaran dichos reyes magos si me encontraba despierto, o si traviesamente me encontraban con los ojos abiertos para verlos, me hacía que me tapara totalmente, y entrara en sueños de inmediato.
            Porque al momento de anunciarse, tímidos aún, los primeros rayos del sol, de ese 6 de enero, saltaba de la cama, no despierto del todo, en búsqueda de mi regalo. ¡Qué tiempos aquellos!, vivenciales, todavía, en mis recuerdos y añoranzas.
            Al inicio de mi adolescencia dejé de creer. Me tomé en serio demasiado pronto, y los otros, los que no son yo, me impusieron responsabilidades. La edad de la razón me impidió asimilar la dialéctica de la cultura, con la sonrisa que debe acompañar a la vida, cuando se vive como un juego existencial.
            En mi edad universitaria leí en su texto el Evangelio de San Mateo sobre la presencia de esos reyes magos del oriente, y con crítica severa reduje a esos reyes magos, a ese Mateo, y a ese evangelio, a una pequeña parte de mis registros de lecturas literarias con tema religioso.
            Empero, ahora, a través de mis nietas y mi nieto, vuelvo a observar al cielo, a las nubes, a las estrellas, en espera de que Los Reyes Magos den satisfacción a esos sueños infantiles que nunca terminan, porque Los Reyes Magos existirán, mientras haya niños que crean en ellos; ésta es la verdadera aparición del ser humano frente al ser humano, la real epifanía del humanismo.