jueves, 6 de marzo de 2014

Sentido del rubor
FRENTE AL ELOGIO EXCESIVO
        Los barberos de todos los tiempo y de todos los lugares sobreviven, tanto los que ejercen su labor honrada y meritoria recortando barbas ajenas, como los que suelen elogiar, por interés malsano y desmedido, al poderoso de su mundo.
        La labor de los primeros se enlista en los trabajos honorables; el quehacer de los segundos genera descréditos, aunque les reditúe a los elogiadores ganancias malhabidas.
        Muchos conocemos la fábula de La zorra y el cuervo; la que por cierto, con ligeros matices diferenciales en título y desarrollo lingüístico, se atribuye tanto a Esopo, (600 a. de n. e.) a Jean de La Fontaine, (1621-1695) y Félix María Samaniego. (1745-1801)
        De contenido simple, tiene mensaje aleccionador. El cuervo estaba en la rama de un árbol dispuesto a comerse un sabroso queso y, abajo, la zorra asusta lo empezó a elogiar. Le dijo que era un hermosísimo cuervo dotado de un cantar maravilloso, pidiéndole que entonara una melodía.
        Al creerse el cuervo de tan excesivos elogios, graznó unas primeras notas que le hicieron soltar el queso, el que fue a dar al hocico de la zorra, diciéndole la engañadora al iluso: "La vanidad te pierde, y el entendimiento te falta".
        Y, además, también perdió el queso, y con ello le faltó el alimento.
        Los humanos sensatos frente a los elogios excesivos, o a la vista falsos, sienten rubor, sofoco, bochorno. Quienes tienen un ego demasiado grande, y desproporcionado a su propia realidad, pierden no sólo el queso, sino el piso, y la visión exacta de las cosas.
        Es común que el poderoso sea objeto de aplausos, enaltecimientos, glorificaciones y panegíricos; empero, si tiene el justo valor de sus dimensiones personales, y un poco de humildad, no cae en la trampa de las porras y de los encomios.
        Sin embargo, puede haber poderosos que organicen y paguen a tropas de alabanceros, con dinero propio o con recursos del erario, y al final de todo el artificial espectáculo creerse, a su favor, todas las mentiras productos de su paga.
        En la otra punta de este fenómeno social se ubica el adulador; a veces profesional, o en ocasiones burdo; de ambición insaciable, o por severa necesidad. En todos los casos reprobable.
        Debemos exceptuar, de la especie de halagadores, a todos aquellos que, sin interés pernicioso, dan estímulo con las palabras a la gente que requiere de aliento y apoyo, incluyendo a los poderosos que con sus acciones hacen bien a los demás.
        Pero siempre, y en todo caso, el exceso resulta negativo. Más cuando se trata de las loas y proclamaciones en medios masivos de comunicación, tan deformados por vender no sólo espacios, sino por comercializar criterios, sin ton ni son, sin medida, y sin vergüenza.
        Cuando no hay lugar a las apologías, éstas se ven groseras, y el defecto se agranda por el tamaño de los medios masivos, y por las dimensiones de la paga.