lunes, 10 de marzo de 2014

Extinguido el patriotismo
LA GLOBALIZACIÓN HACE DE LAS SUYAS
        Vivimos en un mundo y en un país convulsionados. La masividad de los humanos es un efecto de esos trastornos, pero también es una de sus causas. Todo se retroalimenta y, actualmente, esta operación se hace con una velocidad tremenda.
        De ese descomunal fenómeno nuestra generación es victimaria, al mismo tiempo que resulta víctima.
        Aparece la especie humana, por ello, como torpe suicida.
        Pareciera que todo está listo para explotar.
        Ecológicamente hemos contaminado los hielos de los polos y de las elevadas montañas; deforestamos los bosques; envenenamos las aguas de los lagos, arroyos, ríos, mares y océanos; infectamos nuestros suelos de muy variadas y eficaces maneras; y, a nuestra propia atmósfera la estamos intoxicando.
        Los grados de violencia en el mundo los hemos elevado en cantidad y calidad; en los hogares, en las escuelas, en las calles, en las ciudades, en cada país, y entre naciones.
        Tenemos emponzoñadas las almas. Los comerciantes de armas tienen un mercado propicio para amasar grandes fortunas. El uso de la fuerza despiadada trasuda en los más poderosos medios de comunicación masiva; hasta los videos y las películas para niños resuman violencia.
        Latente está la guerra en Iraq, Siria, Ucrania, Palestina, Venezuela, en donde los poderosos del mundo decidan, virtud a sus intereses, a sus miedos, odios o caprichos.
        Pocos países tienen el monopolio de armas nucleares, pero la fuerza destructiva de esos artefactos terminaría con la vida en el planeta Tierra.
        Todo parece a punto de explotar, y sin embargo no detona. Algo que detiene el estallido: el temor a la muerte, a esa eternidad sin esperanza; y el amor a la vida, con su simpleza encantadora.
        A partir de ahí todos podemos hacer cambios: en nuestra persona y en nuestro desarrollo como especie; pasando por las trasformaciones de nuestros países, en nuestra economía, cultura, política, educación, religión, y demás fenómenos sociales.
        Serían esos cambios verdaderas revoluciones; revoluciones sin destrucción ni muerte; en base a la inteligencia humana consciente de su fugacidad, pero firme en su espíritu responsable.
        No podemos quedarnos sólo con la amargura de esperar el advenimiento de esos cambios. Nuestra generación debe vivir la experiencia de una revolución así.
        Apaguemos todas las convulsiones extinguiendo nuestra masividad. Reduzcamos todo al nivel humano. Dominemos nuestras velocidades para no provocar más trastornos.
        Produzcamos en base a nuestra enraizada cultura, y a la tecnología, una reforma educativa eficaz y rápida. Cerebros y manos para producir calidad y abundancia, con una organización que distribuya equitativamente lo producido.
        Mientras los países poderosos no extingan totalmente su patriotismo, no permitamos que acaben con nuestro profundo sentido de patria.
        No admitamos que la globalización haga de las suyas, en perjuicio de todos los recursos de México.
        Toda trasformación origina cambios, y todo cambio lastima intereses. Y estos intereses lastimados luchan contra toda trasformación, salvo cuando observan que la sociedad está unida, dispuesta a arroyar todo lo que se le oponga.