A finales del mes de agosto, del año que
transcurre, el Presidente Enrique Peña Nieto expresó con voz firme y clara:
"No vamos a claudicar". El mensaje iba dirigido a todos los
mexicanos, y el tema referido era la reforma educativa.
Cierto que esa llamada reforma educativa
modificó dos artículos de nuestra Carta Magna, y produjo la aprobación de varias
leyes reglamentarias al respecto; empero, no ha podido aplicarse en sus
contenidos preceptivos, los que básicamente son de tipo laboral.
También es real que las autoridades
educativas magnificaron previamente los alcances de esa reforma, calificándola de
histórica, para después, ante los obstáculos habidos, indicar que los
resultados se verían después del año 2025.
Ignoro dónde podríamos encontrar al
ahora secretario de Educación Pública Emilio Chuayffet Chemor para ese año
2025, por si hubiese algún reclamo; empero, lo que sí sé es que los problemas
de educación pública de México no pueden esperar tanto tiempo.
Y lo peor para el país sería que la tal
reforma, costosa por cualquier lado que se le observe, terminara en un parto
ridículo: una minuta de negociación entre el gobierno federal y la fracción más
beligerante del sindicato de maestros, dando marcha atrás a reformas
constitucionales. ¡Esto sí enseña!; enseña los rejuegos enfermizos y realistas
de la debilidad irresponsable y de la fuerza insensata.
Es sabido qué lo que comienza mal
termina mal. Ningún gobierno inicia una reforma educativa sin considerar a los
alumnos, maestros, padres de familia, y a la sociedad.
Desde Licurgo, (siglo VII antes de
nuestra Era) ese educador y jurista espartano que a través de una educación
obligatoria, pública y severa, inserto en la conciencia de sus contemporáneos,
con su anuencia y disciplina, las normas fundamentales para la vida de todos.
O en la obra Gargantúa y Pantagruel del escritor francés Francois Rabelais,
(1494-1553) en donde Panócrates se hace cargo de la educación del joven
Gargantúa y, para iniciar su labor pedagógica, le da de beber de inmediato agua
del eléboro, "para que olvidara todo lo que había aprendido bajo sus
antiguos preceptores", la antigua educación del trívium y del cuadrívium
que aquellos jóvenes sufrían en un bostezo sin fin, "dejarle limpia el
alma para la nueva enseñanza". Eran éstas las profundas apetencias de una
ya poderosa burguesía renacentista dentro de un aburrido feudalismo católico.
Siempre la conciencia de la clase
dominante, en una sociedad, imprime las reglas de una educación a su servicio;
y, ante esta realidad en el siglo XXI, no toda la clase dominante percibe a la
educación en base a un simple vínculo laboral de trabajadores de la educación
con el gobierno mexicano ni menos piensa que la educación sea un simple
procedimiento para abastecer de empleados útiles a las empresas extranjeras o a
las nacionales, o a las híbridas.
La reforma educativa que requiere México
aún no ha nacido, y acaso muchos ya no la veamos.