María de los Ángeles y Jesús, mis
padres, tuvieron ocho hijos. Ella ama de casa, como disponían las buenas
costumbres de la primera mitad del siglo XX; él, abogado, maestro
universitario, juez, y magistrado. Ambos se comprendieron y amaron durante 57
años de su matrimonio. Su conducta, más que sus palabras, fueron lecciones para
todos sus hijos, nietos, y algunos de sus bisnietos.
Fundamental en el desarrollo de la
familia Aguilar Cortés fue el empeño cultural de nuestros padres para
educarnos. En mi infancia hubo épocas difíciles por falta dinero, pero siempre
en casa había suficientes proteínas en la hortaliza, árboles frutales,
gallinas, conejos, guajolotes, y alguno que otro borrego o chivo que teníamos
en los corrales y en los patios del inmueble de más de 1,500 metros cuadrados
de superficie.
Según la edad de cada uno de los hijos
fue su responsabilidad de trabajo. Aprendimos a trabajar desde niños: tendiendo
nuestra cama, higienizando el cuarto, lavando el baño, ayudando en la limpieza
de la ropa, aseando nuestro cuerpo y calzado, sembrando y cosechando, dando de
comer y cuidando a los animales, poniendo la mesa del comedor durante los
alimentos diarios, fregando trastos, y
cortando leños para encender el boiler.
Deber ineludible era ir a la escuela, y
a la oficial. Mi madre pretendió que las tres niñas fueran a colegios privados.
Mi padre no lo permitió jamás. Su laicismo liberal siempre se impuso; y cuando
sus hijos ganábamos en competencias de diversas índoles a otros educandos de
colegios o de escuelas oficiales, su severo orgullo lo hacía reiterar la valía
de la educación que el movimiento revolucionario daba a los niños.
El mayor de los hermanos fue Humberto. A
él correspondió abrir brecha en todos los órdenes, tanto en el trabajo del
hogar que enseña, como en la educación escolarizada desde el jardín de niños
hasta la licenciatura universitaria. La primogenitura la supo ejercer con
inteligencia y generosidad fraternas, y hoy, que ha muerto, la sigue ejerciendo
por la voluntad unánime de sus hermanos.
Me correspondió a mí ser el cuarto de
esos ocho fratelos, llegando a ser abogados los dos primeros. Así que a la hora
del desayuno, la comida, y la cena, la conversación preponderante era sobre
problemas jurídicos, teóricos y prácticos, pues tanto Humberto como Carlos
asistían al despacho paterno en calidad de aprendices o pasantes.
En mis estudios de derecho tuve como
maestros a mi padre y a mi hermano mayor, Humberto, asistiendo al despacho
jurídico para seguir recibiendo lecciones de ambos, con frialdad y rigor
espartano.
Mi relación con ellos fue de una dureza profesional
impresionante; por ejemplo, hasta el 31 de octubre del 2013, tres horas antes
de que muriera Humberto, nos dimos la mano, y la sostuvimos así por más de
cinco minutos. Había mucho afecto entre nosotros, pero hacía años que no nos
dábamos la mano. Esa fue nuestra ceremonia del adiós.