domingo, 3 de noviembre de 2013

Fraternalmente para siempre CEREMONIA DEL ADIOS

        María de los Ángeles y Jesús, mis padres, tuvieron ocho hijos. Ella ama de casa, como disponían las buenas costumbres de la primera mitad del siglo XX; él, abogado, maestro universitario, juez, y magistrado. Ambos se comprendieron y amaron durante 57 años de su matrimonio. Su conducta, más que sus palabras, fueron lecciones para todos sus hijos, nietos, y algunos de sus bisnietos.
        Fundamental en el desarrollo de la familia Aguilar Cortés fue el empeño cultural de nuestros padres para educarnos. En mi infancia hubo épocas difíciles por falta dinero, pero siempre en casa había suficientes proteínas en la hortaliza, árboles frutales, gallinas, conejos, guajolotes, y alguno que otro borrego o chivo que teníamos en los corrales y en los patios del inmueble de más de 1,500 metros cuadrados de superficie.
        Según la edad de cada uno de los hijos fue su responsabilidad de trabajo. Aprendimos a trabajar desde niños: tendiendo nuestra cama, higienizando el cuarto, lavando el baño, ayudando en la limpieza de la ropa, aseando nuestro cuerpo y calzado, sembrando y cosechando, dando de comer y cuidando a los animales, poniendo la mesa del comedor durante los alimentos diarios, fregando  trastos, y cortando leños para encender el boiler.
        Deber ineludible era ir a la escuela, y a la oficial. Mi madre pretendió que las tres niñas fueran a colegios privados. Mi padre no lo permitió jamás. Su laicismo liberal siempre se impuso; y cuando sus hijos ganábamos en competencias de diversas índoles a otros educandos de colegios o de escuelas oficiales, su severo orgullo lo hacía reiterar la valía de la educación que el movimiento revolucionario daba a los niños.
        El mayor de los hermanos fue Humberto. A él correspondió abrir brecha en todos los órdenes, tanto en el trabajo del hogar que enseña, como en la educación escolarizada desde el jardín de niños hasta la licenciatura universitaria. La primogenitura la supo ejercer con inteligencia y generosidad fraternas, y hoy, que ha muerto, la sigue ejerciendo por la voluntad unánime de sus hermanos.
        Me correspondió a mí ser el cuarto de esos ocho fratelos, llegando a ser abogados los dos primeros. Así que a la hora del desayuno, la comida, y la cena, la conversación preponderante era sobre problemas jurídicos, teóricos y prácticos, pues tanto Humberto como Carlos asistían al despacho paterno en calidad de aprendices o pasantes.
        En mis estudios de derecho tuve como maestros a mi padre y a mi hermano mayor, Humberto, asistiendo al despacho jurídico para seguir recibiendo lecciones de ambos, con frialdad y rigor espartano.
        Mi relación con ellos fue de una dureza profesional impresionante; por ejemplo, hasta el 31 de octubre del 2013, tres horas antes de que muriera Humberto, nos dimos la mano, y la sostuvimos así por más de cinco minutos. Había mucho afecto entre nosotros, pero hacía años que no nos dábamos la mano. Esa fue nuestra ceremonia del adiós.