A inicios del siglo XXI, pero con raíces
en sexenios inmediatos anteriores, se empezó a sentir la inquietud por hacerle
reformas a nuestro sistema, tanto electorales como al Estado, educativas,
políticas, energéticas, económicas, hacendarias, laborales, a las
comunicaciones y al transporte, a la información, a la banca, a la
constitución, al derechos penal, a la organización mercantil, y a un sin número
de sectores que si los citamos produciríamos una larga e innecesaria lista para
el menester de este artículo.
En los pasos reformistas, de este tiempo,
las iniciativas han tenido origen en el extranjero, motivadas por los tratados
de libre comercio y la globalización, al igual que en necesidades internas.
Los problemas para vencer los óxidos de
la inercia nos condujeron a la adopción del gatopardismo, término acuñado en la
política y la literatura italiana, explicado novelísticamente por Giuseppe
Tomasi Lampedusa (1896-1957) y sintetizado por el propio personaje Tancredi
Falconeri a su tío Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina: "Si queremos que
todo siga como está, necesitamos que todo cambie".
Nuestras falsedades huehuenches, sumadas
a todas las actitudes mentirosas de los mestizajes que llevamos dentro, dan una
reactivación a ese gatopardismo.
Pero ahora que el Presidente Enrique
Peña Nieto ha hecho suyas las posturas reformistas, los mexicanos hemos sentido
cierta oxigenación.
Sin embargo, no basta con la simple
postura reformadora, ya que esas iniciativas pueden derivar en composturas, es
cierto, pero también en graves descomposturas. Dependiendo de si dichas
iniciativas tienen fuente real, histórica y formal, si sus razonamientos tienen
solidez y pertinencia, si resuelve o no problemas concretos y sentidos por la
población, entre otras cosas.
Hoy está, en la plática de todos, la
reforma energética, pues inició su procedimiento hace días, con retórica y
documentos de partidos políticos en torno al tema, con las iniciativas sobre
reforma energética de los responsables de ese proceso legislativo, pero todo
esto ha creado mayor confusión en los mexicanos.
Acusan los radicales de la izquierda que
con las iniciativas presentadas por los integrados del Pacto por México, cada
uno por separado, se quiere privatizar a PEMEX, entregándolo a los extranjeros,
y especialmente al imperialismo gringo.
De ser cierto eso, la mayoría de los
mexicanos estamos con esa izquierda.
Denuncian los fundamentalistas de la
derecha que con las iniciativas de PRI y del PRD se condena a nuestro país a la
miseria, a vender petróleo barato, y a comprar derivados caros. Teniendo a PEMEX
como botín fiscal, objeto de corrupción sindical, y para el enriquecimiento de altos
funcionarios públicos.
Mientras, el Presidente Peña Nieto
afirma que PEMEX no se privatiza, que el petróleo seguirá siendo de la Nación,
y que esta industria requiere, para modernizarse, de la inversión privada.
La mayoría de los mexicanos no le cree a
nadie. Mejor sería, en lugar de plantear la reforma energética, aprobar una
reforma para que todos en México nos conduzcamos con la verdad, empezando por
los poderosos.