En
todas las autofabricadas despedidas del Presidente se le restriega: "Éste
es su último desfile"; "Estamos en su última
gira"; "Se encuentra en su última reunión con las fuerzas
armadas"; machacándole sus propios colaboradores esa palabra tan
lapidaria.
La
presidencia de Calderón no tuvo buen principio; y, aun pesar de la costosa
publicidad pagada, no tiene buen fin. Los calificativos para su administración son:
de mediano a pésimo, según la opinión generalizada, la que tiende al segundo
extremo.
En
la política, como en la literatura, debe cuidarse con mucha responsabilidad el
principio y el fin. Planear adecuadamente la entrada y la salida, es marcar el
desarrollo, o el proceso, entre el primer paso y la meta. En la república de
las letras Jorge Luis Borges y Umberto Eco tratan el tema con precisión y
claridad.
Obvio,
no es lo mismo escribir un libro que ejercer un sexenio como Presidente de
México durante estos primeros años del siglo XXI.
Tampoco
ha sido lo mismo desempeñar ese poder presidencial en todos y cada uno de los
sexenios del siglo XX en México. Las diferencias existentes entre una y otra
actuación política han sido drásticas.
Sin
embargo, el hecho de que todo en nuestra realidad sea diferente no descarta la
existencia de semejanzas, por lo que, regresando al mundo de los libros, a cómo
se escriben éstos, bien podemos compararlos a la manera en que se inicia y se
termina el mandato de un Presidente de la República, aquí y ahora; claro, toda
proporción guardada.
Cierto,
el Presidente de México no puede diseñar ni realizar con sus propios actos
individuales lo que será el ejercicio de su mandato por seis años, de principio
a fin, cabalmente.
La
realidad internacional y nacional, ajena a él, lo va condicionando, y en no
pocos casos determinando, ya que también en el fenómeno político existe la
causa y el efecto, al igual que opera la incertidumbre, y la libertad humana
enmarcada dentro de una circunstancia.
En
esas condiciones, la toma de posesión del Presidente Felipe Calderón Hinojosa,
hace seis años, estuvo muy lejos de la dignidad con la que sus antecesores
iniciaron su encargo. Apareció de repente entre los pliegues del cortinaje
ubicado detrás del presídium de la Cámara de Diputados del Congreso de la
Unión, con la cara cómplice de un conejo que sale sorpresivo del sombrero de un
mago, ante un público tenso investido de fuero legislativo.
Si
esa forma grotesca fue su inicio, su final administrativo parece no tener buen
fin, o al menos con decoro. En La Piedad, Michoacán, se puso a cantar
desafinado, como siempre, El corrido del
perro negro. ¡Lástima!