Hoy estos dos extremos de la
existencia, (el nacer y el morir) para el común de los mortales, nos llega con
demasiado retraso; claro, salvo los casos de excepción, por la importancia del
fallecido, o por la trascendencia del acontecimiento mortuorio.
Desde luego que en aquel
entonces todas las familias morelianas se conocían entre sí, mientras que ahora
la masividad provoca un desconocimiento generalizado, y una insensibilidad que
preocupa.
Invoco y explico ese hecho de
pésima comunicación, porque tardíamente he sabido de la muerte de mi compañero
y amigo Jorge Arturo Chávez Páramo, quien vivía, según mis registros
personales, en la ciudad de Tacámbaro, Michoacán, como notario público, estado
ideal del licenciado en derecho.
A Jorge Arturo lo conocí en mi
primer año de bachillerato en el Primitivo y Nacional Colegio de San Nicolás de
Hidalgo. Él venía, según su decir, de una secundaría en la Ciudad de México; y,
con independencia de ello, lo observábamos de mayor edad a nosotros, dueño de
una madurez que aún nosotros no teníamos.
En nuestro círculo de estudio
fue un aportador. Era más práctico que la mayoría de los compañeros.
Versificaba con soltura y con extremada ironía, siendo su prosa de ese mismo
temple, según se puede apreciar en los pininos que hacíamos en periódicos o
revistas estudiantiles.
La letra del corrido de los
bachilleres de ciencias sociales, con música de La rielera, siendo trabajo colectivo, fue hechura fundamentalmente
de Jorge Arturo.
Desde joven fue simpático, de
trato liviano, y talentoso. Obtuvo de inmediato cobijo en nuestro grupo;
empero, mientras nosotros sólo éramos estudiantes, él era trabajador y
estudiante, y casó a temprana edad, formando un sólido matrimonio con una
excelente compañera.
Su trabajo era de periodista. Bien
pudiésemos llamarle: periodista de todas las horas, ya que incluso como
funcionario público siguió practicando el periodismo. Hizo de esa actividad,
por ende, toda una profesión.
Reporteó en El Heraldo de Michoacán; militó en aquella generación destacada que
Manuel González Sauz y Odiseo Ibáñez agruparon en el inolvidable, ahora ya
olvidado, Tiempo de Morelia; pasó
seguramente por La Voz de Michoacán;
vivió la aventura de hacer su propio "periodiquito", como el mismo lo
llamaba con gracia y ocurrencia, en donde él era el director, el reportero, el
redactor, y el repartidor. Y a últimas fechas escribía artículos inteligentes y
sensatos para Cambio de Michoacán,
un destacado órgano de formación e información dirigido por otro dilecto compañero
y amigo: Vicente Godínez Zapién.
Mi amigo Jorge Arturo, así, tuvo
márgenes de honradez muy aceptables, y esto lo constituye en un ejemplo en el
mundo del periodismo.