lunes, 24 de enero de 2022

LOGOS

El nuevo testamento

MÉXICO, INMUEBLE DE AMLO

        Quienes tienen o han tenido poder, en la política, viven o han vivido lo que son las sensaciones del inicio y del final de ese ejercicio de potestad.

        Obvio, ese sentimiento de poder tiene denominadores comunes, pero también tiene diferencias específicas.

        Cada uno vive el poder a su manera.

        Javier Coello Trejo (el llamado por el presidente José López Portillo “el fiscal de hierro”) en sus ‘Memorias’ describe con cierto atractivo el pasaje en que por órdenes del presidente Carlos Salinas de Gortari detiene en Tampico a Joaquín Hernández Galicia, poderosísimo líder petrolero, mejor conocido como La Quina.

        Cuando logra la captura, y neutraliza a todos los líderes afectos ciegamente al máximo dirigente de PEMEX, rinde informe con amplios detalles al presidente Salinas; y éste, satisfecho del logro, pronunció las siguientes palabras: “Ahora soy presidente de México”.

        Es decir, Salinas de Gortari duró cerca de un mes y diez días como presidente formal, pero sin sentirse presidente real, puesto que vivió la sensación de que el poder estaba en otras manos, en las de ese dirigente cetemista, quien podía más que el presidente.

        Citaré casos relativos a esa inicial sensación de tener el poder.

        El presidente Plutarco Elías Calles gozó del inicio de ese regusto, hasta que asesinaron a Álvaro Obregón, el 17 de julio del 1928.

        Los presidentes Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez, nunca probaron esa sensación de poder. Quien mandaba era Calles.

        El presidente Lázaro Cárdenas del Río fue durante cerca de año y medio títere de don Plutarco, del diciembre de 1934 hasta el 10 de abril de 1936; fecha, esta última, en la que por órdenes de presidente Cárdenas 20 soldados y 8 policías fuertemente armados detuvieron a Calles, por sorpresa y en la madrugada, en su hacienda de Santa Barbara, para horas más tarde subirlo a un avión que lo llevó a EU, al exilio.

        El 10 de abril del 1936 Lázaro Cárdenas del Río tuvo esa sensación inicial de ejercicio del poder, y en su fuero interno pensó: “Ahora soy presidente de México”.

        La vida no perdona. Sensación similar vivió el presidente Ernesto Zedillo Ponce de León cuando observó la foto de su antecesor, Carlos Salinas, sentado al borde de una cama, humillado y en huelga de hambre. En ese instante el presidente Zedillo se dijo a sí mismo: “Ahora soy presidente de México”.

        El caso del presidente Andrés Manuel López Obrador tiene diferencias específicas muy sui generis.

        Desde su triunfo electoral contundente (el 1 de julio del 2018, “aiga sido como aiga sido”, como dicen que dijo su colega, el presidente Felipe Calderón), la sensación de poder la tuvo de inmediato, y la ha ejercido sin mesura, bajo la complicidad del presidente Enrique Peña Nieto.

        Empero, su ambición de poder ha sido desmedida; ¡vamos!, no tiene llenadera.

        Y el poder corrompe, en la medida del apetito; y en abundancia puede acabar con la salud (física o mental), o con vida del poderoso.

        El ardor y la apetencia de poder suelen conducir a la sobre dosificación; y esta conducta inmoderada se convierte en vicio, y provoca embolias cerebrales, ataques cardiacos o locuras.

        Esas enfermedades suelen disfrazarse de patriotismo, y provocan frases como: “Voy a dejar mi testamento político; es por la cuarta transformación de México... hay presidente para un tiempo...”

        Así, la vieja frase, “ahora soy presidente de México”, queda transformada en: Seré presidente de México hasta muerto, el país es mío.

        A Amlo le urge seguir gobernando, y ejerciendo poder, más allá del final de su vida.       Su apetencia inmoderada de poder lo conduce a no tener confianza en ninguno de los 126 millones de mexicanos que puedan sobrevivirle.

        Sólo él sabe y puede gobernar, y en su nuevo testamento tiene como haber hereditario un inmueble más: México.