Según otros, el Papa ahora renunciante
ha mostrado un valor inteligente, pues consciente de sus limitadas fuerzas
reducidas por una salud cada vez más menguada, opta por decidir en el cónclave
su propia sucesión, a favor de un perfil que lleve a cabo el buen propósito por
él deseado.
Ambas posiciones no dejan de reflejar un
interés mundano que sólo tiene a Dios como pretexto; y, para el caso, ante una
próxima concentración de príncipes de esa iglesia, todos los caminos de la
atención mundial van a llevar a Roma.
Así que el Vaticano ya es el escenario
de una lucha por el poder moral o espiritual, pero sobre todo por el poder
económico, ya que la hacienda papal no es tomada en cuenta por la revista
Forbes, pues sus montos rebasan considerablemente las sumas informadas respecto
a los individuos riquillos de nuestro planeta.
Obvio que el Vaticano, sin tener los
clásicos elementos de un Estado, es más que un Estado. Carece de población y de
territorio, siendo su gobierno de tipo espiritual, según su propio derecho;
mientras su soberanía es del más allá, conforme a su doctrina.
Lo anterior según la teoría, pues, en la
práctica, la aritmética monetaria los sostiene, los modela y les impone su
auténtica existencia.
Los creyentes comunes se cuentan por
cientos de millones, y dentro de ellos existen muchos seres humanos buenos.
Todos merecen respeto, y una gran cantidad motiva mi admiración; empero, el
mismo Papa Benedito XVI ha denunciado la existencia de perversos alojados en
ese poder que él mismo sigue personalizando, aunque su mandato formal se le ha
terminado acorde a la literalidad de su renuncia. Nadie olvidará la expresión
dolorosa de Ratzinger: “¡Cuánta suciedad hay en la Iglesia!”
No faltan quienes creen que el Vaticano
se desmorona. Tengo para mí que ni siquiera la cúpula política se verá
afectada. Son demasiados los dólares y los euros en juego, por una parte; y los
católicos del mundo prosiguen con una estructura que puede y debe aportar
infinidad de cosas para la resolución de los graves problemas que aquejan a las
poblaciones en donde predominan.
Incluso,
los integrantes de esa religión tienen que resolver cuanto antes el repulsivo y
escandaloso problema que han generado los persistentes abusos sexuales de
ministros católicos contra los niños que quieren acercarse a Dios, y se topan
con delincuentes disfrazados de sacerdotes que sólo saben persignarse la
bragueta.
Ojalá el
humo que avise habemus papam no esté contaminado de sexo y economía. Si
no hay santos, que no haya delincuentes.